jardines y se divertían animadamente en diversos juegos, al son de una música discreta.
Eulalia debía estar atisbando, pues apenas llegué salió alegremente á mi encuentro.
—¡Bien venido! ¡Bien venido!—me decía con una voz que parecía un canto, un arrullo, un mimo.
Casi podría tomarse aquello por una declaración, si el infantil regocijo que caracterizaba á Eulalia no explicase sus arrebatos, de todas maneras inocentes.
Ella misma me tomó el brazo é hizo que la acompañara por el jardín, que recorría como sus padres cuidando de que no faltara nada á los invitados, y entretanto parloteaba como un pájaro, me miraba sonriente con sus ojos grandes é ingenuos, movía el cuerpo flexible con gracia serpentina, agitaba las manos finas—sin anillos que deslucieran su belleza en el errado supuesto de llamar la atención—con ademanes mesurados y curvilíneos que no eran seguramente fruto del estudio, sino don natural. Hablamos de arte, de música, de pintura, de letras...
Sin decir nada nuevo ni profundo, no decía tampoco disparates; era educada, relativamente instruída, había pasado algunos años en un colegio de hermanas francesas, y luego el roce social acabó de barnizarla. No criticaba á sus padres, pero se veía que, en el fondo, hacía comparaciones, y que este mismo análisis contribuía á refinarla.
Pasé, en suma, una tarde deliciosa, sin ocuparme casi para nada del centenar de personas más ó menos elegantes, ricas ó aristocráticas que pululaban en el jardín y en los salones.
Apenas si había cambiado cuatro palabras con Rozsahegy y con Irma. Pero esta última iba á tratar de desquitarse. Y en efecto, cuando un grupo numeroso pasó á tomar el té en el comedor,