siglo de oro, considerando su parasitismo como un derecho. Y yo me esforzaba por estar bien con todos.
Los periodistas que me habían conquistado más completamente, ó mejor dicho, que yo había conquistado con mis amabilidades é invitaciones, me demostraban á veces su afecto, exigiéndome pretextos para hablar de mí y renovar mis dos triunfos anteriores.
—Es preciso hacer algo—repetían.—Si usted no hace nada, nada se puede decir. Usted es demasiado hombre para quedar empantanado en las noticias sociales.
—Pero, ¿qué he de hacer?—preguntaba yo.
—Cualquier cosa. Escribir, hablar, dar conferencias.
—¿Como el padre Jordán? No. Por ahora no tengo nada que hacer, y me basta con figurar en sociedad. Ya llegará el momento.
Pero no dejaba de comprender que para salir de la penumbra era necesario un esfuerzo, y tanto es así que pensé en realizarlo. La época estaba completamente entregada á las finanzas; nunca se ha estudiado ni discutido más—en ninguna parte del mundo—la economía política, y nunca—en ninguna parte del mundo, tampoco,—se han hecho más disparates económicos.
Juzgue, pues, que bien ó mal, para mi estreno definitivo en la Cámara debía hablar de hacienda pública, cosa que quizá facilitara mi progreso en la carrera política. Para hacerlo, busqué algunos tratados especiales, sin detenerme mucho en ver si eran antiguos ó modernos, y leí á salto de mata á algunos economistas, entre otros á Paul Leroy-Beaulieu, á Juan Bautista Say, á Adam Smith. En esto último encontré lo que buscaba, aunque fuera libre cambista rabioso. Sus opiniones sobre la fuerza del trabajo y de la industria, me dieron pie para