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que de las circunstancias, y sus ojos, de mirada amistosa y humilde de perro pícaro, me recordaban la historia de Los Sunchos y de la capital de provincia. Mi situación me obligaba á tratarlo de alto abajo; un resto de juventud me hizo acercarme á él, golpearle el hombro y preguntarle:

—¡Vamos! ¿qué quieres?

—¡Comer!—gritó con desesperación bufonesca.—¡Comer todos los días ó por lo menos tres veces por semana!

—Aquí come todo el mundo.

Con el índice sobre la nariz, dijo, sentenciosamente:

—¡Eso dicen todos los que comen!

—¿Qué haces?

—Desde hace dos meses soy secretario de una sociedad de socorros mutuos, fundada por un pillastre que se socorre á sí mismo. No veo un cuarto. Con mi mujer y mis hijos vivimos en un departamento de la calle Corrientes, que es una cueva de anguilas, no ya de ratas. ¡Haz algo por mí!

—Todo lo posible. Aquí tienes cincuenta pesos.

—No era eso. En fin. Después vendrá lo otro.

No paré mientes en lo que me decía, preocupado por una asociación de ideas:

—¿Vive don Claudio Zapata?—le pregunté.

—Y doña Gertrudis, naturalmente. Es curioso:

son los dos patriarcas de la ciudad, y á nadie se respeta tanto. Hablan, los pobres viejos, maravillas de ti, pero terminan siempre diciendo:

«¡Dios lo traerá al buen camino!», lo que significa que todavía no has llegado á su grado de perfección.

—¡Ah, canalla!

—¡Gracias, en nombre de don Claudio!