Y haciendo un grande y picaresco saludo, ya en la puerta, murmuró:
—Puesto que se me permite... hasta mañana.
XIV
Ridículos, los escritos de de la Espada, buenos para un diario de provincia, pero trasnochados en Buenos Aires. Le indiqué otros asuntos para que me buscara datos y me extractara libros, y se desempeñó con un celo tal, que poco á poco fué convirtiéndose en mi secretario.
Un secretario modelo, ya sin ambición, pronto á ejecutar cuanto yo le mandaba sin hacer objeciones ni permitirse el atrevimiento de pensar.
—He aquí un hombre—me dije más de una vez—que obedece como yo á las circunstancias.
¿Por qué á mí me va tan bien y á él tan mal? Y concluí que ocupábamos nuestras posiciones respectivas, bien equilibradas en la relatividad de las cosas.
Me sirvió mucho, poniendo sobre todo en orden mi correspondencia harto descuidada, y dándome algunos de esos consejos que uno no adopta, pero que siempre sirven de punto de referencia para saber cómo piensan los demás. Es una calumnia la afirmación de que él ha hecho casi la totalidad de mis trabajos de diez años á esta parte; pero, en cambio, es verdad que me ayudó mucho siempre, y que entre los pocos escritos míos en que no tomó participación figuran precisamente éstas á modo de Memorias caprichosas. En cuanto á sus consejos, dos tengo que agradecerle infinito, porque—aunque no los siguiera exactamente—contribuyeron á resolver dos graves situaciones de mi vida, los dos últimos episodios que por ahora he de contar,