—¡Mauricio Rivas! ¿Qué quiere decir esto? Llamé á de la Espada.
—¿Quién es este Rivas, este Mauricio Rivas que escribe en El Chispero?—pregunté.
—Debe ser un jovencito que empieza. Yo nunca he oído hablar de él.
—Hay que averiguar—dije aparentando indiferencia.
Y luego:
—Hay que averiguar hoy mismo. Me interesa.
—Lo haré.
Me interesaba el artículo por dos razones:
porque era una violenta diatriba contra mí, para denigrarme como ministro diplomático ante una corte europea, y porque estaba firmado con un nombre... con el nombre del hijo de Teresa.
El farsante ése que, conociendo mi vida juvenil, me jugaba aquella pesada broma, iba á pasarlo mal. No es Mauricio Gómez Herrera de los que se dejan tocar impunemente las narices.
Y, sobre todo, no me gustaba ese símbolo, traído de los cabellos, de la juventud consciente y sabia que pasa por encima de las ideas de los padres, para ir á la conquista de un porvenir románticamente soñado.
Busqué entre mis amigos y mis enemigos quién podía ser el autor de aquel artículo garboso, y se lo atribuí á Vázquez. Pero Vázquez estaba en Los Sunchos, con su María, como arrendatario de una estanzuela que había ido convirtiendo en granja, ó si se quiere chacra, y me escribía de vez en cuando cartas llenas de amistad, seguramente á escondidas de su mujer.
—No es Vázquez. ¡Pero qué canalla!—exclamé, volviendo á empezar el artículo para darme cuenta exacta de sus detalles.
No. No podía ser un contemporáneo, porque