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ciosa voluntad estaba indecisa y como ciega, sin acertar á trazarse un camino, una norma de conducta que la llevara á las grandes realizaciones. Las circunstancias no eran propicias, y largo tiempo esperé en vano una oportunidad que me iluminara, invitándome á la acción.

Sin embargo, la princesa ó su sucedáneo, estaba muy cerca y en forma tangible: vivía frente á casa, en un bosque durmiente, aguardando que yo fuera á despertarla...

Era la hija única de don Higinio Rivas (don Inginio para el pueblo), personaje que compartía con mi padre, muy secundariamente, la dirección política del departamento. Se llamaba Teresa y, según la ve ahora mi experiencia, no pasaba en aquel tiempo de ser una muchacha casi tan vulgar como su nombre (¿ó es que el nombre me parece vulgar porque lo llevaba ella?). Sin embargo, resultaba entonces para mí la flor de la maravilla, porque tenía el divino prestigio de la juventud, y porque en nuestra democracia campesina ocupaba en realidad un puesto análogo al de una princesa, así como yo podía parecer un príncipe sin corona. Morena, de cabellos y ojos negros, cara oval, nariz fina y recta, boca grande y roja, barbilla un tanto avanzada, sin rasgo alguno notable, tenía, no obstante, una tez aterciopelada de morocha, sonrosada en las redondas mejillas, que era un verdadero encanto é invitaba á besarla, ó á morderla como un fruto maduro. De estatura mediana, gruesa por falta de ejercicio y exceso de golosinas y mate dulce, parecía bajita y esto le afeaba un tanto el cuerpo que, más esbelto, hubiera resultado gracioso. En cambio, tenía el don de atraer con su mirada bondadosa y suave, como lejana ó dormida, y con su palabra lenta y melosa á causa de un ligero ceceo y de