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¡Con qué asombro vi que consideraba mi destierro como un sacrificio penoso, pero necesario para mi felicidad! Ganas tuve hasta de insultarla, cuando me dijo ceceando, con los ojos llenos de lágrimas, en su lenguaje indeterminado á veces, que mi partida era para ella un desgarramiento, que me iba á echar mucho de menos y le parecería estar completamente sola, como muerta, en el pueblo, pero que, como se trataba de mi bien, se consolaba pensando en volverme á ver hecho un personaje.

—Además—agregó,—la ciudad te va á gustar mucho, te vas á divertir, te vas á olvidar de Los Sunchos y de tus amigos. ¡Esto sería lo peor!—suspiró tristemente.—¡En cuanto le tomes el gusto ya no querrás volver!

—¡No seas tonta! ¡Lo único que yo quisiera sería quedarme!...

Llegó el día de la partida. Momentos antes de la hora corrí á despedirme de Teresa que me abrazó por primera vez, espontáneamente, llorando, desvanecida la entereza que se había impuesto para infundirme ánimo. Yo me conmoví, sintiendo por primera vez también que quería de veras á aquella muchacha ó que tenía un vago temor de lo futuro desconocido y me aferraba conservadoramente á la familia.

En casa, mamita, hecha una mar de lágrimas, renovó la escena, dramatizándola hasta el espasmo, y su desconsuelo produjo en mí una extraña sensación. No había que exagerar tanto; yo no me iba á morir y puede que, por el contrario, me esperaran muchos momentos agradables en la ciudad... La desesperación materna tuvo la virtud de devolverme la sangre fría.

Cuando, en la puerta de casa, se detuvo la diligencia que, tres veces por semana, iba de Los Sunchos á la ciudad y de la ciudad á Los