aclarar una duda, maestros improvisados, en fin, en una época en que las «cátedras» eran el refugio de los amigos del Gobierno que no tenían profesión ni aptitudes para ganarse el pan.
Mi vida, pues, no era vida. Moríame de hastío en casa de Zapata, que apenas recibía á dos ó tres personas, además del cura Ferreira y de fray Pedro Arosa, franciscano, y que no dió fiesta alguna después de la comida en honor de tatita; sufría y rabiaba en el Colegio, donde lo que aprendí fué de oirlo repetir á los demás; cada día me era más difícil procurarme novelas, porque el dinero escaseaba mucho, pues, como repetía misia Gertrudis:
—Aquí tienes todo cuanto necesitas, y la plata es la perdición de los muchachos, sobre todo en una ciudad como ésta—considerando que la dormida capital provinciana era una Babilonia, si no un París.
¿Qué hacer, entonces? ¡Volverme á Los Sunchos! Esta idea llegó á convertirse en obsesión.
Pero, ¿cómo realizarla, sin medios, sin recursos? En último extremo, cansado de quejarme inútilmente á mi madre, había escrito á tatita, pintándole mis padecimientos con los más negros colores, y pidiéndole que me llamara á su lado, ó, por lo menos, me hiciera tratar de un modo más humano; pero él, convencido de que yo exageraba, alentado por los consejos de don Higinio, engañado por las cartas de don Claudio, me contestó diciéndome que aguantara, porque en la vida todo no eran rosas, y que mayores pellejerías había pasado él cuando muchacho para «hacerse hombre». Todavía no me doy cuenta de lo que se proponían doña Gertrudis y su marido tratándome así, y, á lo más que puedo llegar, es á decirme que daban libre curso á su carácter con los que estaban bajo su dependencia—las chinas y yo,—y que era más