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—¡Desgraciada!¿Cómo?... ¿Por qué?...¿Quién puede hacerla desgraciada? Respóndame usted.

Hablando así, estrechábale las manos y su c3beza tocaba casi a la de Julia, que lloraba en lugar de responder. Darcy no sabía qué pensar; pero le conmovían sus lágrimas. Sentíase rejuvenecido en seis años, y comenzaba a entrever que en un porvenir que no se había presentado aún a su imaginación, podría bien pasar del papel de confidente a otro más elevado.

Como se obstinase en no responder, Darcy, temiendo que se pusiese mala, bajó uno de los cristales del coche, desató las cintas del sombrero de Julia, apartó su cap y su chal. Los hombres resultan torpes para estos menesteres. Quería mandar detener el coche en una aldea. Llamaba ya al cochero, cuando Julia, cogiéndole por el brazo, le suplicó que no hiciese parar, y le aseguró que se sentía mucho mejor. El cochero no había oído nada, y continuaba dirigiendo sus caballos hacia París.

—Pero le ruego, querida señora de Chaverny dijo Darcy, volviendo a tomar una mano que había abandonado un momento—; le suplico; dígame, ¿qué tiene usted? ¡No comprendo cómo he podido tener la desdicha de haberle lastimado!

—¡Ah! ¡No es usted!—exclamó Julia.

Y le estrechó un poco la mano.

—Pues bien, dígame: ¿quién puede hacerla llorar así? Hábleme usted con confianza. ¿No somos

Doble error.
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