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Página:Don Segundo Sombra (1927).pdf/205

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ma, nos miraron un rato y huyeron disparando.

Mis compañeros iniciaron los clásicos gritos de arreo.

Pronto pisamos las primeras subidas y bajadas.

El pasto desapareció por completo bajo las patas de nuestros pingos, pues entrábamos a la zona de los médanos de pura arena, que el viento en poco tiempo cambia de lugar, arriando montículos que son a veces verdaderos cerros por la altura.

La mañanita volvió de oro el arenal. Nuestros caballos se hundían en la blandura del suelo, hasta arriba de los pichicos. Como buenos muchachos, retozamos, largándonos de golpe barranca abajo, sumiéndonos en aquel colchón amable, arriesgando en las caídas el quedar apretados por el caballo.

Satisfechos nuestros impulsos, nos decidimos a atender el trabajo. Andábamos torpemente, hamacados por el esfuerzo del tranco demasiado blando. Ni un pasto entre aquel color fresco, que el sol nuevo teñía de suave mansedumbre. Me dijeron que en el ancho de una legua, entre tierra y mar, toda la costa era así: una majada monótona de lomos bayos, tersos y sin quebraduras, en que las pisadas apenas dejaban un hoyito de bordes curvos. ¿Y el mar?