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nunca mi protector viniendo a verme a menudo, ya para llevarme a la estancia, ya para hacerme algún regalo. Me dió un ponchito, me avió de ropa y hasta ¡oh maravilla!, me regaló una yunta de petizos y un recadito, para que fuera con él a caballo en nuestros paseos.

Un año duró aquello. En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero. Don Fabio dejó de venir seguido. De mis petizos mis tías prestaron uno al hijo del tendero Festal, que yo aborrecía por orgulloso y maricón. Mi recadito fué al altillo, so pretexto de que no lo usaba.

Mi soledad se hizo mayor, porque ya la gente se había cansado algo de divertirse conmigo y yo no me afanaba tanto en entretenerla.

Mis pasos de pequeño vagabundo me llevaron hacia el río. Conocí al hijo del molinero Manzoni, al negrito Lechuza que, a pesar de sus quince años, había quedado sordo de andar bajo el agua.

Aprendí a nadar. Pesqué casi todos los días, porque de ello sacaba luego provecho.

Gradualmente mis recuerdos habíanme llevado a los momentos entonces presentes. Volví a pensar en lo hermoso que sería irse, pero esa misma idea se desvanecía en la tarde, en cuyo silencio el