gasen el otro petizo, que allí hacía guardar Festal chico.
Un gallo cantó. Alboreaba imperceptiblemente.
Como la cochería comenzaba a despertar temprano, a fin de prepararse para el tren de la madrugada, encontré el portón abierto y a Remigio, un muchachón de mis amigos, entre la caballada.
—¿Qué viento te trae? — Fué su primer pregunta.
—Güen día, hermano. Vengo a buscar mi parejero.
Largo rato tuve que discutir con aquel pazguato para probarle que yo era dueño de disponer de lo mío. Por fin se encogió de hombros:
—Ahí está el petizo. Hacé lo que te parezca.
Sin dejármelo decir dos veces embozalé al animal, por cierto mejor cuidado que el que había quedado en mis manos, y despidiéndome de Remigio, con caballo de tiro y ropa en el poncho, como verdadero paisano, salí del pueblo hacia los campos, cruzando el puente viejo.
Para ir a lo de Galván tenía que tomar la misma dirección que para lo de Don Fabio. A cierta altura un callejón arrancaba hacia el Norte y