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Una mirada me había bastado para saber quién me hablaba y esa vez agaché la cabeza, diciendo mansamente, como corresponde cuando se habla con un mayor:

—No crea, señor; también sé respetar.

—Así debe ser — concluyó el viejo, y después de una breve pausa volvió a correr la broma de punta a punta de la mesa.

Toda esa tarde me la pasé acarreando paja de los pesebres a los zanjones, por un trecho de unas diez cuadras. Cuando llegaba al galpón, cargaba el carro el galponero, dejando clavada en la carga la horquilla. En los zanjones esgrimía yo el instrumento, que luego venía matraqueando de una manera ensordecedora sobre las tablas del carro vacío.

La comida me halló medio dormido, pero el cansancio que me exponía a alguna burla, pasó desapercibido en el silencio general.

En el cuarto de Goyo me acomodaron un catre. No tenía yo colchón ni prenda alguna para arreglarme en el lecho poco amable, pero la fatiga siendo el mejor de los colchones, me eché envuelto en mi poncho sobre la lona desnuda y áspera, sin cuidarme de mimos. Un rato pensé en mi escapada, evoqué la casa de mis tías, sus figuras, mis rezos. El sueño cayó sobre mí, como una parva sobre un chingolo.