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Horacio le arrojó por la cabeza un pellón. La gente hizo cancha a aquellos mocetones incómodos, acostumbrados a andar golpeándose por todos los rincones.

—¡A dedo tiznao, maula! — convidó Horacio, y ambos visteadores por turno pasaron sus dedos sobre la panza de la olla.

Las piernas abiertas en una guardia corta, que permite rápidas cuerpeadas y embestidas, el brazo adelante como si lo guareciera el poncho, la derecha movediza en cortas fintas, Goyo y Horacio buscaban marcarse.

Paró la chacota, cuando Horacio se echó a la cara las puntas del pañuelo que llevaba al cuello, queriendo disimular la raya de hollín que sesgaba su mejilla.

—Sos muy pesao — decía Goyo.

—Ya te tuvo que contar tu hermana.

—¿De cuándo comemos chancho en casa?

Interrumpió la bulla la entrada del patrón, hombre de aspecto ríspido. Don Segundo se adelantó hacia él, diciéndole el objeto de su venida. Salieron a conversar y la cocina quedó como en misa.

Don Segundo comió con nosotros y dijo que se había arreglado para empezar la doma esa mis-