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vuelta mía de los zanjones y de cerca oí el grito ahogado de la bestia, el sonar de las caronas, el golpear descompasado de las patas contra el suelo, en cuyo apoyo la yegua buscaba desesperadamente el contragolpe brusco. El cuerpo del hombre grande estaba como atornillado en los bastos, mientras la cara broncínea decía el esfuerzo y la boca entreabierta jadeaba breves palabras:

—...Déjela de ese lao... atráquese a la derecha a ver si se enderieza... ¡aura sí!... ¡hasta que se desaugue!

Los padrinos trataban de seguir aquellas órdenes, aunque no hubiera más remedio que quedar a distancia, esperando intervenir de un modo eficaz. La yegua no gritaba ya. Don Segundo calló. Era como si ambos estuviesen atentos a un intenso trabajo mental, hecho de malicias y sorpresas, de resistencia y bizarría.

El animal, ya entregado, resistió pasivamente los tirones que debían ablandarle la boca. Don Segundo se desmontó en un salto ágil, que le colocó a distancia prudente. Su respiración buscaba, hondamente, satisfacer el ansia de aire, levantando su torax vasto. Tenía las manos aun encogidas de haber estrangulado las riendas, las pier-