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No pudiendo hablar, observé.

Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte.

Sus ropas no eran las del día anterior; más rústica, más práctica, cada prenda de sus indumentarias decía los movimientos venideros.

Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados y, no sé si por timidez o por respeto, dejé caer la barbilla sobre el pecho, encerrando así mi emoción.

Afuera los caballos relinchaban.

Don Segundo se puso en pie, salió un momento, volvió con un par de riendas tiocas y fuertes.

—Traime un poco de sebo, muchacho.

Lentamente untó el cuero grueso con la pasta, que a las tres pasadas perdió su blancura.

Valerio acomodó una poca ropa en su poncho, que ató en torno a su cintura, sobre el tirador.

Pedro Barrales se asomó hacia la noche, dió un sonoro rebencazo en un banco y dijo con mueca de resignación:

—Me parece que a mediodía, el sol nos va a hacer hervir los caracuces.