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VII.

Con la salida del sol, vino el fresco que nos trajo una alegría ávida de traducirse en movimiento.

Dejando el río a nuestras espaldas, cruzamos la rinconada de un potrero para entrar, por una tranquera, al callejón.

En aquel camino, que corría entre sus alambrados como un arroyo entre sus barrancas, el andar de la tropa se hizo tranquilo y el peligro de un desbande más remoto.

Sujetando mi petizo, me coloqué a una orilla y esperé la llegada de Goyo, para dar expansión a mi estado comunicativo.

—Si querés, volvete p'atrás — me dijo.

—Güeno.