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frío tajeante de las heladas y las cobardías del cansancio.

Asaltado de dudas, repetí el decir de Valerio:

"Pa empezar, toditos somos güenos". ¿Me vería yo vencido después de mi primer ensayo? Eso sólo podría decirlo el futuro; por el momento, lejos de arredrarme sentí un gran coraje, y tuve la certeza de que me había de romper el alma, antes que ceder a las fatigas o esquivar algún peligro del arreo.

Tan valiente me juzgué que resolví ensillar, en la primer parada, mi petizo potro y así demostrarme a mí mismo la decisión de tomar las cosas de frente. La mañana invita con su ejemplo, a una confianza en un inmediato más alto y yo obedecía tal vez a aquella sugestión.

Mientras iba afirmándome en mi resolución, vi que llegábamos a un boliche. Era una sola casa de forma alargada. A la derecha, estaba el despacho, pieza abierta amueblada con un par de bancos largos, en los que nos sentamos como golondrinas en un alambre. El pulpero alcanzaba las bebidas por entre una reja de hierro grueso, que lo enjaulaba en su vasto aposento, revestido de estanterías embanderadas de botellas, frascos y tarros de toda laya.