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O T E L O.
YAGO.

Señor, ya sabeis que de todas veras os amo.

OTELO.

Por lo mismo que lo sé y lo creo, y que te juzgo hombre sério y considerado en lo que dices, me asustan tus palabras y tu silencio. No los extrañaria en hombres viles y soeces, pero en un hombre honrado como tú son indicios de que el alma está ardiendo, y de que quiere estallar la indignacion comprimida.

YAGO.

Juro que tengo á Miguel Casio por hombre de honor.

OTELO.

Yo tambien.

YAGO.

El hombre debe ser lo que parece, ó á lo menos, aparentarlo.

OTELO.

Dices bien.

YAGO.

Repito que á Casio le tengo por hombre honrado.

OTELO.

Eso no es decírmelo todo. Declárame cuanto piensas y recelas, hasta lo peor y más oculto.

YAGO.

Perdonadme, general: os lo suplico. Yo estoy obligado á obedeceros en todo, menos en aquellas cosas donde ni el mismo esclavo debe obedecer. ¿Revelaros mi pensamiento? ¿Y si mi pensamiento fuera torpe, vil y menguado? ¿En qué palacio no penetra al-