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DE WINDSOR.

Sra. Ford.—Un modesto pañuelo es todo lo que puede venirles bien. Y aun eso, lo dudo.

Falstaff.—Es una traición lo que te haces hablando así. Harías en todo rigor una excelente dama de corte; y tu paso firme y elástico, daría á tu talle la más seductora oscilación bajo los semicírculos de la crinolina. Bien veo lo que serías si no te fuera adversa la fortuna; pero la naturaleza te ha favorecido, y esto no puedes ocultarlo.

Sra. Ford.—Creedme, no tengo tales atractivos.

Falstaff.—¿Pues por qué te he amado? Esto solo basta para convencerte de que hay en ti algo de extraordinario. Vamos, yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello, como tantos de esos remilgados pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombre y perfumados de piés á cabeza. No, no puedo hacerlo, pero te amo, á ti, á ti sola, y lo mereces.

Sra. Ford.—Pero no me traicionéis. Mucho me temo que amáis á la Sra. Page.

Falstaff.—Tanto valdría que dijeras que me gusta ir á parar á la cárcel; cosa que me halaga tanto como el vapor de cal viva.

Sra. Ford.—Bueno. El cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis de ello.

Falstaff.—No varíes de pensamiento, que yo mereceré tu amor.

Sra. Ford.—Nunca, debo decíroslo, si no variáis vos mismo; pues entonces no podría pensar del mismo modo.

Robin.—(Adentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está á la puerta, toda sudando y jadeando y con la cara despavorida, y dice que tiene que hablaros inmediatamente.

Falstaff.—Es necesario que no me vea. Me ocultaré aquí detrás de este tapiz.