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LAS ALEGRES COMADRES

Bastaría esto para que se acabaran en todo el reino las malas tentaciones y los paseos á media noche!

Sra. Page.—Pero ¡qué! sir Juan: ¿pensáis que aun cuando hubiésemos arrojado de nuestros corazones toda virtud y nos hubiésemos entregado en cuerpo y alma al infierno, habría podido el diablo hacer que nos deleitáramos en vos?

Ford.—¿En un budín? ¿En un saco de linaza?

Sra. Page.—¿En un hombre inflado?

Page.—Viejo, frío, ajado, y de entrañas intolerables.

Ford.—Y tan maldiciente como Satanás.

Page.—Y tan pobre como Job.

Ford.—Y tan depravado como su mujer.

Evans.—Y dado á la lujuria y á tabernas y al vino y la borrachera, y los juramentos, y las disputas!

Falstaff.—Bien. Soy ahora el blanco de vuestras burlas; tenéis la ventaja sobre mí; estoy abatido y ni siquiera soy capaz de responder al zurdo galo: hasta la ignorancia misma es una cimera junto á mí. Podéis hacer conmigo lo que gustéis.

Ford.—Por cierto, señor mío, que os vamos á llevar á Windsor á casa de un tal Brook, á quien habéis escamoteado dinero ofreciendo servirle de tercero. Después de lo que habéis sufrido, se me figura que restituir ese dinero sería una aflicción cruel.

Sra. Ford.—No, esposo mío; dejad que ese dinero quede ahí por vía de compensación. Perdonad esa suma y así quedaremos todos amigos.

Ford.—Bien: todo queda perdonado. He aquí mi mano.

Page.—Á pesar de todo, alégrate, caballero; porque esta noche vas á tomar en mi casa un vaso de leche con vino. Allí te reirás de mi esposa que se ríe ahora de tí; y le dirás que el señor Slender se ha casado con su hija.