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JULIO CÉSAR

malicia, y nuestros corazones de fraternal genialidad, os reciben con todo benévolo afecto, con sana intención y reverencia.

Casio.—Vuestra voz alcanzará tanto poder como la de cualquier otro hombre, en la distribución de nuevas dignidades.

Bruto.—Tened solamente paciencia hasta que hayamos apaciguado á la multitud enagenada de espanto, y entonces os presentaremos la causa por la cual yo, que amaba á César en el momento de herirlo, he procedido así.

Antonio.—No dudo de vuestra rectitud! Déme cada uno su ensangrentada mano. Primero estrecharé la vuestra, Marco Bruto; en seguida la vuestra, Cayo Casio. Ahora á vos, Decio Bruto, y á vos ahora, Metelio; vuestra mano, Cinna; y, mi valeroso Casca, la vuestra. Y último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra buen Trebonio. Caballeros, todos, ¡ay! ¿qué diré? Mi crédito se asienta hoy en tan resbaladizo terreno, que sólo podréis considerarme de uno de dos tristes modos: ó cobarde ó adulador. Sí: es verdad que te amé ¡oh César! Y si ahora tu espíritu nos contempla ¿no te afligirá, aún más que su muerte, ver á Antonio hacer las paces, y estrechar las manos sangrientas de tus adversarios ¡oh tú el más noble de los hombres! en presencia de tu cadáver? Si tuviera yo tantos ojos como heridas tienes, y vertiera por ellos tantas lágrimas como sangre han manado éstas, me estaría mejor que unirme en lazos de amistad con tus enemigos.—Aquí fuíste cercado, bravo ciervo, y aquí caíste; y aquí están tus cazadores, puestas sus señales en tus despojos y enrojecidos en tu muerte. Tú eras el bosque de este siervo ¡oh mundo! y él era, en verdad, tu corazón. ¡Qué semejante al ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

Casio.—Marco Antonio.