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STELLA a

Los niños s* iban 4 la ciudad con miss Ma- 1y, engañados, —habíaseles dicho que se ade- lantaban 4 los grandes, los que llevarían á la tarde á la enferma, que necesitaba curarse —y entraban en el momento en que él llega- ba, á despedirse de su compañera, sin sospe- char que era esa su última despedida, Ella sentada en la cama, recostada en una pila de almohadas, pálida, fina, pulida como una estatua de marfil, esperaba serena y sonrien- te, «el pasaje de las sombras á la luz». Uno á uno, fueron ellos desfilando por su lado; re- cibían su beso, decíanle «hasta luego» y se retiraban...

Llegó el turno de la Muschinga; domina- da ésta por algo «ugusto que veía en ese semblante, por primera vez en su vida expe- rimentó un sentimiento de respeto, un so- brecogimiento, y no atreviéndose 4 besarla, besó su mano. La Angélica estiró sus brazos, y la niña blanca y la niña negra se abraza- ou en el umbral de la nueva vida en que la primera la precedía.

Los niños salieron... caminaron por la larga avenida volviendo sus cabezas. .. L; que se quedaba estiró la suya y clavó su mi- rada en ellos hasta que desaparecieron á lo lejos... «Stella seguía largo tiempo con los ojos el vuelo de los pájaros.

A Máximo costóle mucho alejar de sus ojos la visión de ese momento.

Aquella mañana en que tomó el tren de