STELLA 40
Allí lo esperaban de pie los recuerdos, á los que seguía huyendo. No se atrevió á ir al Ombá que estaba desierto; mandó regalos en dinero á su ahijado el hijo de Rosa, los mudar 4 un lindo puesto, pero no quiso verlos,
Su pasión crecía y crecía su desesperanza. Una gran melancolía se apoderó de él, y se dejó ganar por el abatimiento. Y siempre la cobardía que le reprochaba Alex: el tríp- tico de Albertito permanecía cerrado; no entraba á su biblioteca porque sabía que iba 4 encontrarla tal cual quedó el día que la avimó Alejandra; temía á su dientito más que á un dragón.
Sentía su pecho vacío. «Es que mi alma se ha vertido en la suya» pensaba, y desde la soberbia mansión que cobijaba su ruina le sonreía con ternura, «Las casas solitarias tienen todas su leyenda ¿le faltaría á la mía? Generalmente es la de un alma sin cuerp la de la Atalaya sería la de un cuerpo sin al- ma.
Pasaba largas horas en la terraza ó en su hall, acostado en un diván, fumando. Su úni- ca diversión era ver nacer del humo azul 4 las «dos hermanas». La evocación de Alex hacíalo vibrar días enteros.
Llegada la Primavera, sintiéndose mal desde hacía días, con dolores atroces de car beza, tomó la costumbre de dar todos los días una vuelta á caballo. Un domingo de