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STELLA so raoral, era todo indulgencia con los vicios de algunos de los suyos; del hijo porque era el hijo, del yerno porque hacía parte de la hija. Su rigidez implacable en las prácticas religio- sas, que no hubiera permitido faltar 4 misa 4 un agonizante, abstenerse del ayuno á un tísico, provocaba uva faca observación de su parte, de tarde en tarde, á los hijos que no pisaban una iglesia nunca y las regalonerías de las hijas, pasaban por razones justificati- vas que tranquilizaban su conciencia.

«Mamá, no puedo ir á misa porque me duele la muela», decía una de las menores, mostrando entre sus labios unos dientes blan- cos y sanos, que la desmentían. «Jesús, mamá, con tus vigilias nos vas 4 estragar el estó- mago y debilitarnos!» se lamentaba otra, gruesa, fuerte, con unos colores que respon- dían de la solidez de su estómago y de sus pulmones. Con esto, eu misia Carmen, desapa- recía todo escrúpulo.

Entre cinco hijas mujeres y tres hijos varo- nes, repartía su corazón y sus debilidades.

El primogénito, Carlos, mediocre € incolo- ro, casado con Elena Prado, niña de familia pobre distinguida, linda, y superior á él mo- ral € intelectualmente. Muy enamorado de ella, y naturalmente vanidoso, habíala colo. cado 4 una altura de lujo de la que no habría podido verla descender. Para el caso de sen- tirla amenazada, hubiera sido capaz de una de esas luchas 4 todas armas con la suerte,