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STELLA a

Sin embargo, muerto, vivía en ella; todos sus actos estaban destinados 4 complacerlo todavía; la comunión de sus espíritus conti- nuaba á través de la muerte

Cuántas veces se sorprendía repitiendo á sus discípulos las mismas palabras que él le repitiera cuando era una niña como ellos. Un día, por ejemplo, reprendiendo 4 Alberti to, muy irritable, le dijo: «La cólera es una corta locura». Eu el acto se preguntó: «dón- de, dónde he leído esto yo... cuándo lo he oído?»... Y de pronto recordó, sus ojos lo vieron, sus manos lo palparon, al libro azul que una noche, cuando tenía trece años, encontró al acostarse, abierto, sobre su almohada, y la raya roja del lápiz de su padre que marcaba la máxima de Horacio. Era una represión á un momento de impa- ciencia,

Poco á poco fué agrandándose el círculo de su tarea, Una de sus primas le pidió que le enseñara el inglés, otra el dibujo, Isabel deseó perfeccionar su francés...

A medida que iba entrando más hondo en el conocimiento de esta familia típica porte- ña, notaba que los padres se preocupaban de instruir, descuidando el educar, dos cosas tan distintas.

Y así era, que poseyendo corrección en los modales, finura y moderación en las pala bras, carecían todos en aquella casa de la educación interior, que es formación, desen-