de la mala condición humana; y, aunque éstos nunca adquieren corporeidad y no perduran, da, en cambio, el matiz absoluto de la especie. Mucha parte de este cuerpo espiritual aflora en las sarcásticas pullas de las trincheras, en las bravatas de los campamentos, en las injurias de la gente de mar, en las palabrotas de cuartel, los apodos de los malhechores y especialmente en las canturrias de presidio, del burdel, del tugurio y del suburbio. Es un repertorio de literatura prohibida o más bien un censo del libertinaje que luce en las inscripciones murales, con sus garabatos, sus simbolismos crueles y sus liviandades, estampadas en el leño de los árboles y las encaladas murallas de las estaciones, cementerios, parques y sitios íntimos.
El estudio y el funcionamiento de esta válvula de la perversión ha sido bastante descuidado en muchas naciones, pero en Chile, se insinuó en tímidos ensayos de clasificación que dieron pauta. Recolectarlos es tarea dura y complicada por la incógnita que debe proteger al investigador, observador y modelista, en la obligación de reproducir las muestras con una exactitud científica que muchas veces no se le puede exigir a un artífice.
En esas galerías de verdaderas enormidades el folklorista se extasía ante cúmulos de confidencias que denotan tanta humanidad como brutalidad, pero que reflejan la entraña y la índole colectiva. Es un confesionario del vulgo en que domina el error y la maldad; pero lo más curioso de esa linea de confidencias no reside en las señas de perversión sino en las de ingenuo tono y candor. Una dosis de angelismo y virginidad se hace respetar en algunos detalles de esa galería de inscripciones e idealiza el conjunto. La crudeza de aquellos desahogos, chanzas y solicitaciones desaparece y se atenúa