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Página:Echague Memorias tradiciones.djvu/142

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142 PEDRO ECHAGUL

espontáneas que el río fecundaba. En Caucete y en la sierra del Pie de Palo, era donde se invernaba gran parte de las haciendas de la provincia. Hacia aquel punto se dirigió Cruz Cuero con su gavilla. : ñ

Varios meses habían transcurrido desde la noche del asalto antes referido, y Martina se aferraba cada vez más a su propósito de abandonar a los ladrones y cambiar de vida. Su desprecio y su rencor hacia Cuero habían ido aumentando, y mientras espe- raba la ocasión de dejarlo para siempre, trataba de evitar, en la mayor medida posible, su participación en los robos que la cuadrilla seguía cometiendo.

Estos robos se habían multiplicado de tal modo, que la cam- paña estaba aterrorizada, y las quejas y pedidos de protección a la autoridad eran cada vez más alarmados y frecuentes. Se man- daron comisiones a perseguir a los bandidos, pero con resultados siempre negativos, pues aquellas no los encontraban o evitaban encontrarlos, temiendo el choque. Picado en su amor propio el gobernador Quiroga, y comprendiendo que era al fin indispensa- ble acabar con aquella calamidad, resolvió ponerse en persona al frente de una severa expedición contra los salteadores.

Movilizó treinta hores, los dividió en dos partidas, y se lanzó a explorar los ¡arajes que mejor refugio pudiera ofre- cerles a los perseguidos, y que, según noticias, éstos preferían por sus recursos y accidentes geográficos. Al cabo de un mes de recorrer la provincia, batiendo serranías y matorrales, pudo el coronel Quiroga sorprerder a Cuero y a su banda, como a unas catoree leguas de la ciudad, entre el Camperito y el ¡Corral de Piedra. Pero bien guarecido el astuto bandido en una hondo- nada propicia, escapó con otros hombres de la gavilla, gracias a la oscuridad de la noche, dejando en el terreno algunos muer- tos. Junto con cierto muchacho incorporado a la banda, se en- tregó a los soldados, desde el primer momento, uno de los la- drones. Llevado a presencia del coronel Quiroga, resultó que se trataba de una mujer.

Era la Chapanay, que, en compañía del muchacho citado, y de otro de sus cómplices apresado por el sargento, quedaron a buen recaudo.

A la mañana siguiente. después de enterrados logs cadáveres, ordenó el gobernador se trajera a los presos a su presencia. Mar- tina se presentó ante él, sin altanería pero con soltura.

—Antes de arreglarte las cuentas—le dijo aquél, —necesito que me indiques cuáles son las guaridas de tus compañeros, y el lugar en que acumulan el producto de los robos.

—Estoy dispuesta a servir a usted en lo que guste, señor go- bernador, y la prueba es que yo misma me he entregado sin re- Sistirme y sin intentar huir. .

—Así me lo dicho el sargento. ¿Y qué miras tenías al hacer eso?

—Salir de la vida que llevaba, señor, y a la cual había sido arrastrada.

Bl gobernador le dirigió una mirada escrutadora, y continuó su interrogatorio:

— ¿Quieres decir, entonces, que estás arrepentida?

—Sí, señor; de todo corazón.

—¿Y cómo es que recién ahora, después de haber cometido tanta fechoría con esos bandidos, te vienes a arrepentir? ¿Cómo no sentistes ningún escrúpulo para escaparte con Cuero?