Sólo he compuesto versos amorosos cuando ama- ba. ¡Cómo hubiera podido escribir canciones de odio sin odio! Además, entre nosotros, yo no odiaba a los franceses, aunque di gracias a Dios de vernos libres de ellos. ¿Y cómo hubiera podi- do yo, para quien sólo son importantes la cultu- ra o la barbarie, odiar a una nación que cuento entre las más cultivadas del mundo y a la que debo una parte tan considerable de mi propia cultura?
"En general-siguió diciendo Goethe-, ocu- rre con los odios nacionales lo siguiente: Cuan- do son más fuertes y más violentos es en los gra- dos inferiores de civilización. Pero hay un mo- mento en el que ese odio desaparece, en el que en cierto modo se está por encima de las nacio- nes y en que la suerte o la desgracia de un pue- blo vecino se siente como la del propio. Este gra- do de cultura era el propio de mi naturaleza, y ya me había afirmado en él mucho antes de lle- gar a los sesenta años."
Lunes 15 de marzo de 1830.
Por la noche, una horita, en casa de Goethe. Habló mucho de Jena y las substituciones y refor- mas que había introducido en las distintas ra- mas de la Universidad. Había creado cátedras · especiales de Química, Botánica y Mineralogía, que antes sólo estudiaban en lo que tenían de in- Zike Week de Cata