prometérselo para en seguida. Esta respuesta mía pareció no haber satisfecho a los señores, pues cuando a la mañana siguiente mandé a pe- dirles la llave contestaron que no podían encon- trarla.
"No quedaba otro remedio, sino tomarla por asalto. Mandé llamar a un albañil y le llevé a la Biblioteca, ante la pared de la sala contigua. Esta pared, amigo mío-le dije, debe de ser bastante gruesa, pues separa dos partes de la casa. Pruebe usted a ver lo que resiste. El alba- ñil comenzó su obra, y apenas había dado cinco o seis golpes, cuando cayeron piedras y cal y por la brecha abierta comenzaron a verse algunos bustos respetables, con que estaba adornada la sala. Continúe usted, amigo-le dije-, todavía no veo bastante claro. No se preocupe y haga como si estuviera en su casa." Esta excitación amistosa animó de tal modo al albañil, que la brecha pronto adquirió el tamaño de una puerta, y entonces los empleados de la Biblioteca pene- traron en la sala cargados de libros, que arroja- ron en el suelo como signo de posesión. En un mo- mento desaparecieron bancos, sillas y pupitres, y mis bravos bibliotecarios obraron con tanta rapidez y agilidad, que a los pocos días estaban colocados los libros en las paredes y en sus ar- marios con el mayor orden. Los médicos, que al poco tiempo entraron in corpore en la sala, por su puerta acostumbrada, quedaron espantados de encontrarse con una transformación tan gran- Zen de Ca