suerte de Egipto. Consignado dejamos en el volumen precedente el tristísimo estado á que tenían reducido el país la codicia del bajá turco y de los beyes mamelucos: para comprenderlo basta saber que la población, que se halla hoy duplicada, había descendido á la insignificante cifra de un millón y medio de habitantes. No se crea, sin embargo, que era negocio sencillo y desprovisto de inconvenientes el que los franceses emprendieran: los valerosos jefes del valle del Nilo, Ibrahim y Murad— bey, éste sobre todo, combatían á la cabeza de un ejército muy superior en número al francés, con el caballeresco heroísmo que áun en Europa les conquistó las simpatías de no pocos de sus contemporáneos; pero las impetuosas cargas de la ágil y aguerrida caballería mameluca, estrelláronse contra el genio militar del hijo de
Córcega, y los robustos cuadros de la infantería francesa. A la manera que el ejército de los fatimitas conducido por Djohar, las huestes de la República, guiadas por Bonaparte, decidieron de la suerte de Egipto, entre el Nilo y las Pirámides, no léjos de Gizeh. La vista de aquellos monumentos, que en otro lugar hemos descrito, suscitó en la mente del jefe de la expedición aquellas solemnes palabras, que acaso no tengan igual en los fastos de la elocuencia militar. «Soldados, dijo al comenzar la batalla, no olvidéis que de lo alto de esas pirámides nos contemplan cuarenta siglos.»
La victoria hizo dueños á los franceses del Cairo y del valle del Nilo, logrando sostenerse durante tres años, no obstante la destrucción de su escuadra por la inglesa, mandada por