Pero la ocasión no era la más propicia para entretenerse con símiles. Los espectadores, defraudados en sus esperanzas y comprendiendo por lo que veían, que estaban siendo víctimas de un engaño, prorrumpieron en voces de:
—¡Traición!
Y abandonando las gradas, echaron fuera sus aceros y se aprestaron á hacer irrupción en la arena, para tomarse venganza por su mano.
Luís, que todo lo tenía previsto, formó el cuadro con su fuerza, y, colocando en el centro á las mujeres, antes de que la turba transpusiese el podio, le envió una descarga de la que ni un solo tiro quedó por aprovechar. Sucedió una pausa producida por el asombro; mas como el valor de los pompeyanos era incontestable y no habían tenido aún tiempo de encontrar la explicación del fenómeno, trataron de insistir con más vehemencia, siendo detenidos en su empuje por una segunda hecatombe. Los pusilánimes se detuvieron; los más esforzados sólo tuvieron un grito:
—¡Adelante!
Y ya empezaban á descolgarse en la arena cuando Luís, mandando hacer fuego graneado sobre ellos, dispuso una especie de caza, cuyos efectos los dejó consternados. Aquellos pequeños útiles de guerra que á tal distancia enviaban la muerte arrojando proyectiles sin interrupción, tomaron á sus ojos un carácter sobrenatural que no titubearon en atribuir al implacable enojo de sus dioses: el pánico sobrevino y la dispersión se hizo general.
¡Poder del progreso que permitía á un puñado de hombres ver correr en su presencia á veinte mil legionarios conquistadores del mundo entero!
El anfiteatro se quedó vacío. Entonces comenzaron las expansiones, el deplorar la suerte adversa del tutor para cuyo rescate toda tentativa se juzgó inútil, pues debía haberse ya cumplido la sentencia; y por último