del secreto de la inmortalidad desembarcando en el 2958 (a. d. J. C.) en que acaeció su muerte; ó sea á 3037 años de la destrucción de Pompeya añadiendo los 79 que les faltaba trasponer del siglo primero.
Con todo; como no era cosa de irle á entretener de semejante asunto en las postrimerías de su existencia, y teniendo tiempo á mano de que disponer, se votaron un par de lustros más para imprevistos, y se fijó el descenso en el año 3050 del día de la fecha; trece antes del fin del patriarca, á los 937 de su edad y con 258 de antelación al desquiciamiento del globo.
Contando pues en números redondos una marcha de cinco siglos diarios, necesitaban siete días (incluyendo las paradas de las comidas en plena atmósfera) para tragarse las treinta centurias y media en cuestión. Pero el humor no faltaba, si bien turbado á intervalos por el recuerdo de don Sindulfo, y había provisiones para dos meses; de modo que, si nada es más largo que una semana de hambre, ellos parafraseando el axioma, presentían que nada iba á ser más corto que otra de felicidad.
La expedición tuvo principio en las mejores condiciones. Los ocios se mataban ora explicando á Sun-ché las maravillas del invento y narrándole las peripecias del viaje (si bien haciendo caso omiso de su parentesco con el inventor para evitarle las amarguras de la viudez), ora fundando planes sobre el porvenir, todos por supuesto de color de rosa y perfumados con el incienso de la vicaría.
Poco más de la mitad del camino tenían ya andado, cuando en la hora meridiana del cuarto día y en sazón en que el vehículo cortaba la más limpia y transparente de las atmósferas, el aparato dejó repentinamente de funcionar.
—¿Qué ocurre?—se preguntaron todos con extrañeza.
—Algún cambio de tiro—repuso Juanita.