—¿Pero en suma?...—preguntó Benjamín con desconcierto.
—Esto son tonterías del soñador Noé: consejos que ha repartido por todas las tribus para curarnos de lo que él llama la corrupción de los hombres.
—¿Qué?—interrumpieron los circunstantes presintiendo algún desengaño.
—Él sabe que nosotros no nos acomodamos sino con el robo, el pillaje y el escándalo, y pretende que Dios, á quien no conocemos, va á castigarnos con sus iras.
—No parece que os ha escarmentado el Diluvio—objetó Benjamín ante aquella tan paladina como desvergonzada confesión.
—¿El Diluvio? No sé. Nosotros venimos de luengas tierras.
—¿Pero no habéis experimentado una inundación general?
—No en mis días.
—Bien hice yo en sostener en el Ateneo que el cataclismo no había sido universal. En fin; volviendo á nuestro asunto, aquí dice: «Si quieres ser inmortal, anda á la tierra de Noé y»...
—«Y él—prosiguió el viejo interpretando la escritura—enseñándote á conocer á Dios te dará la vida eterna.»
Los expedicionarios no pudieron reprimir un movimiento de indignación contra Benjamín, al ver reducido á un precepto moral lo que ellos acariciaron como receta empírica. Todo se explicaba perfectamente: los cordeles transmitidos á varias generaciones habían sido enterrados bajo la estatua de Nerón por algún cristiano habitante de la Campania deseoso de eludir las persecuciones del siglo primero; y el occidental refugiado en China, descendiente suyo é iniciado en el secreto, se había introducido en Ho-nan para difundir la doctrina del Salvador anteponiéndose á las gloriosas conquistas de las misiones católicas en el extremo Oriente.