no sé si me explico; pero á ver si me entiendes: recuerdo que en todas partes por donde la vegetación es rica, se ve una masa hermosa, imponente; pero masa en fin, cosa maciza. En Gales no; los troncos están tan compactos que se tocan; pero las ramas son tan variadas, tan elegantes, tienen una languidez tan poética, que parece como que el artífice de aquella naturaleza ha estudiado la combinación de la luz sobre los colores de las plantas, y se ha complacido en recortar aquellas hojas festoneadas, para que un cielo siempre azul caiga á pabellones por las ondulaciones de los árboles, y un sol tropical se infiltre por entre los hilos de aquel encaje de verdura. Junto al cocotero de cubierto tronco y arqueado penacho, surgen el bananero, de ancha y deshilachada hoja, y la palma del viajero, abanico abierto de colosales ramas, que lanza al aire sus varillas, adornadas de plumas de esmeralda, con la regularidad de los radios de una circunferencia; y si de los prismas pasamos á los olores, dime el maridaje que resultará de la mezcla de aquellas gomas, con los efluvios de unos frutos que, empezando en la odorante piña, espiran y se ahogan en los bosques de caneleros. ¡Aquello es un caos de colores y perfumes!
Saltemos pronto á tierra; hay que entrar allí. ¿Pero qué es esto? En Gales todo es sorprendente. Las lanchas tampoco son como en los demás países; los botes, las canoas, las falúas, todo aquello concluyó. Aquí nos sale al encuentro la piragua, embarcación típica y original, que merece describirse.
Figúrate un cajón de madera, de la longitud y de la altura de una canoa ordinaria, con dos proas como ésta, pero sin tripa, toda vez que sus costados lo forman sencillamente dos planchas, unidas entre sí por unos travesaños en la parte superior, y una especie de peana ó contrapeso por abajo. Su anchura no llega á media vara, de tal modo que los tripulantes, al sentarse en ellas, llevan las piernas encajadas, y las cade-