más que cubrirse el rostro con el manto y llorar como un chiquillo en el Pnix; lo que por cierto le valió la absolución á la buena discípula de Anaxágoras.
Pues bien, erudición á un lado, tampoco el invento de don Sindulfo era debido, como lo parecía, á su amor por la ciencia; sino á un interés doméstico, mejor diré, á una mira puramente personal.
Cuatro palabras sobre su vida.
Muy joven aún nuestro héroe se encontró solo en el mundo, doctor en ciencias y dueño de una inmensa fortuna cuyos rendimientos invertía, anualmente y casi íntegros, en aparatos de las mejores fábricas extranjeras con que enriquecer su gabinete de física y mineralogía. Tan pródigo para sus estudios como avaro para todo lo demás, llegó á los cuarenta años sin conocer ni los rudimentos del amor. Todas sus afecciones se concretaban en su amistad por Benjamín, otro sabiote dos lustros menor que él, pero casi tan ageno como don Sindulfo á todas las cosas de la tierra; verdad es que el tiempo le faltaba para cuanto no fuese aprender sanscrito, hebreo, chino y un par de docenas más de lenguas difíciles, para las que tenía una aptitud sin igual. Aunque no habitaban la misma casa, puede decirse que vivían juntos, pues Benjamín no abandonaba la de García en la que diariamente podía contar con su plato de cocido á las dos y su guisado á las ocho, en virtud de lo cual Benjamín, que era pobre, resolvía el problema de ahorrar sin tener, y don Sindulfo encontraba un estómago agradecido que soportase sus impertinencias.
Los periódicos de Zaragoza, como todos los de la Península, amanecieron una mañana anunciando la venta del museo de un célebre arqueólogo de Madrid fallecido pocas semanas antes; y como Benjamín, á quien no se le cocía el pan en el cuerpo cuando de cosas antiguas se trataba, manifestase deseos de adquirir algunas baratijas, su amigo le procuró la ocasión