do dulcemente dormido, cayéndosele la baba de gusto.
Pocos minutos hacía que se hallaba entregado al reposo, cuando un alboroto promovido en la torada vino á sacarle de su letargo.
—¿Qué será ello?—se preguntó don Serapio levantándose y dirigiéndose hacia el teatro de la lucha. En esto vió llegar una vaca que desalentada corría hacia él gritando:
—Señor Manteca, señor Manteca; venga usted pronto, que se matan.
—Pero ¿qué ocurre?
—Un toro que han traído de las dehesas del Norte, donde nadie le podía domeñar y que, dada la fama de usted, le ponen bajo su vigilancia. Apenas entró en el prado se empeñó en decirme chicoleos, y como mi Caramelo es tan celoso, se trabaron de palabras, de las palabras vinieron á las manos, sus amigos tomaron parte por él, y allí los tiene usted á todos revueltos sin que zagales ni mansos los puedan hacer entrar en razón.
Un silbido acompañado de un grito de Manteca lanzado por el mayoral, le hizo apretar el paso á don Serapio que, sonando el cencerro, se interpuso entre los combatientes. El intruso era un toro de cinco años berrendo en negro, bonito de estampa y duro de cabeza; pero en cuanto don Serapio metió la suya en el corro, allá fué rodando el otro como tentetieso de mojiganga.
—¿Con que contigo no ha podido nadie? Pues á ver si yo te enseño á tratar á las personas decentes.
Y á darle se disponía un nuevo revolcón, cuando el vencido bajando la voz para no ser oído de nadie le dijo al cabestro:
—Detente, Serapio. ¿No me reconoces?
—¡Abundio!—murmuró éste con un ahogado gemido sólo perceptible del catedrático. Y los dos quedaron mirándose silenciosos.