embalsamado era el que, según Herodoto, se practicaba en Tebas y Memfis abriendo el pecho con una aguzada piedra de Etiopía para sacar el ventrículo y rellenar el vientre con mirra, casia y vino de palmera. Tampoco se había obtenido la momificación con la resina llamada Katran por los árabes, extraída á fuego vivo de un arbusto muy abundante en las orillas del mar Rojo, la Siria y la Arabia feliz, como lo consigna el coronel Bagnole. Su acartonamiento parecía obra natural; pues, sobre no tener huella de incisión alguna, ni estaba envuelta en las tradicionales bandas, ni, falta de depresiones, podía decirse que hubiera sido fajada nunca. El catálogo decía modestamente: «Momia de origen desconocido;» y esta ausencia de abolengo ó de historia es lo que la hacía despreciable para los que de ordinario sólo se pagan de genealogías apócrifas las más veces.
Benjamín, con su espíritu observador, puso sus cinco sentidos en el estudio de los menores detalles; y fijándose en una ajorca ó argolla de metal adaptada en el tobillo derecho y sobre la que campeaba una inscripción china—que el vulgo había tomado por un adorno,—no pudo reprimir un grito de sorpresa.
—¿Qué es eso?—le preguntó don Sindulfo.
—Acabo de hacer un descubrimiento prodigioso.
—¿Cuál?
—Oiga usted lo que dice esta inscripción. «Yo soy la esposa del emperador Hien-ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal.»
—¡Hien-ti!—exclamó don Sindulfo partícipe ya del entusiasmo de su amigo.—¿El último vástago de la dinastía de los Han?
Destronado en el siglo tercero de la era cristiana por Tsao-pi, fundador de la dinastía de los Ouei.
—Es decir...
—Es decir que ese pueblo, cuna de la civilización del resto del mundo, poseía, sino el secreto de la inmortalidad,