—¡Cómo!—arguyó Juanita tomando parte en la trama.—¿Vamos á pasar por el Riff, donde murió de un balazo, antes de nacer yo, mi tío el trompeta de cazadores, y será usted tan cruel que no le deje dar un abrazo á su sobrina predilecta?
—Pues no acabas de decir que no le conociste?
—Eso no importa. Tenemos en casa su retrato al garrotipo.
—Creo—balbuceó Clara, empleando todos sus medios de seducción—que mi tío considera lo bastante el nombre castellano para no dejar de rendir este justo tributo de admiración al heroísmo de nuestros compatriotas; y es harto amable para no acceder al ruego de su pupila.
—Sea, pues tú lo quieres—respondió el tutor vencido.—Asistiremos á aquella epopeya; pero sin bajar.
—¿A vista de pájaro—preguntó Juanita tratando de insistir; pero un gesto de su ama la hizo comprender que puesto en el camino de las concesiones, don Sindulfo no tardaría en rendirse.
El sabio torció el rumbo hacia el 35º de latitud N.; y, al marcar el cronómetro el crepúsculo vespertino del 4 de febrero de 1860, redujo la marcha á paso de carreta y dejó que el Anacronópete se deslizara sobre Tetuán, fuera del alcance de los proyectiles; pero bastante cerca del teatro de la lucha para poder apreciar los menores detalles de aquella memorable batalla.
Todos los corazones nacidos de la vertiente meridional de los Pirineos á la punta de Tarifa, palpitaban con violencia. Abierto el disco, cada cual asestó su instrumento óptico al campo de operaciones y un grito de entusiasmo resonó en la estancia.
—Allí se divisan los combatientes—exclamó Naná, arreglándose el tocado por si levantaba los ojos alguno de los oficiales de Estado Mayor, mientras Juanita atónita balbuceaba: