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LEOPOLDO LUGONES

barrió el ámbito con ancha escobada de oro, Luisa, toda de blanco, mejillas y ojos encendidos de alegría triunfal, realizábale, deslumbrándolo, un prodigio de aparición.

Y al beso mudo en que se embebieron, más intenso que el grito, más ansioso que el júbilo, pasó por sus almas el soplo de la eternidad.

Derramáronse los cabellos de la amada en perfume y en suavidad, como el deshojamiento de un aflor excesiva.

Leve quejido de pasión, todavía doliente, eneariñábase en el gozo de sus labios.

En el corazón del amado y en la quieta penumbra de la seguridad, reinaron, como en una fragante noche, su aroma y su frescura.

Bajo la generosa fuerza de los brazos queridos, la sangre revertíale en un orgullo de victoria.

Qué suya era así, qué gloriosamente suya! Y qué suya la sentía él también en el tumulto de su virilidad premiosa. Qué suya en la asombrada dicha de haberla merecido, en la envolvente llama de su vigor, en su ímpetu abalanzado de reconquista.

Oíase arrullar afuera las palomas que exaltaba el sol, ya estival, en el silencio magnífico del día.

La sombra de la cerrada habitación transparentaba una lobreguez azul de racimo.


LXIX


Mas, pasado el momento de embriaguez, la terrible noticia con que ella lo esperaba, lo anonadó bajo su inicua brutalidad.