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LEOPOLDO LUGONES

y donde nadie había fuera de la cuidadora cuya habitación quedaba aparte, a los fondos. Aunque bastante central, la plazoleta donde se alzaba el caserón era un islote de soledad y silencio.

Y por primera vez, al sentirse tan dichosos, tan dueños de su amor que a nadie ofendía, abrigaron la ilusión de poder quererse como todos, en el consentimiento de la intransigencia vencida.


LXX


Esa misma noche, sin embargo, desvanecióse su esperanza.

Suárez Vallejo, acogido por los Almeidas con franca cordialidad, en la sobremesa que completaban, como al partir, Sandoval y Adelita, debió sufrir el interrogatorio y los comentarios de práctica.

Halláronlo muy curtido por la intemperie y más delgado, pero mejor así. Don Tristán interesábase por el éxito y los detalles de la comisión; Toto por el paisaje montañés; doña Irene y su hermana por aquella gente y sus costumbres.

La actitud de Luisa, absorta como siempre en su ensimismada serenidad, tranquilizó enteramente al doctor, confirmando su juicio:

—No es él.

Habíalo ella visto entrar con el agrado tranquilo de antes, sin el más leve rubor, sin la más ligera animación de la mirada. Fué en suma la más indiferente; y él, aunque un tanto conmovido en su afabilidad, lo que por cierto era explicable,