club, cuando apareció Blas con un mensaje urgente.
La patrona de la pensión avisábale que M. Dubard, agravado de pronto, quería verlo.
Debe ser el fin, díjose afligido, invitando a Sandoval que aceptó con simpatía.
Era así, en efecto.
Más reducido aún en su pobre lecho de muerte, cerrados los ojos, respirando apenas, aquella inmaterial pero perceptible sombra de su frente, había descendido por el rostro hasta abismar ya la garganta.
Quería visiblemente hablar, y el doctor hubo de reanimarlo con oportuna inyección.
Al recobrarse y mirarlos, halló fuerzas aún para sonreir con dignidad cortés.
Dió las gracias al doctor y a su joven amigo. Había esperado el fin, que ahora llegaba, para no molestar en vano. Sólo pocos días antes, conoció por boca de la patrona la buena acción de Suárez Vallejo. No le quedaba nadie en el mundo que pudiera responder por él de aquella deuda. Rogábale, pues, que aceptara como recuerdo, que no como retribución, los libros detenidos aún en la Aduana. Creíalos valiosos. Venían francos de porte, además...
En cuanto a su entierro. prefería el carro de los pobres y la fosa común, por convicción filosófica que ellos bien conocían. Esto era todo.
Sintiendo que volvía a extenuarse, tendió la mano, primero a Sandoval, pero retuvo la de Suárez Vallejo. Aceleróse la palpitación de su garganta. Su nariz se afiló, blanquecina, en la lividez turbia