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EL ANGEL DE LA SOMBRA

Apenas traspuso el patio, abandonó Luisa su escondite.

Encendida por ligera sofocación, sonreía con descuido infantil ante los ojos estupefactos del joven.

—Pobre mi amor!... —dijo compadeciéndolo. Y qué pálido estás!

No acertaba él sino a admirarla casi espantado, más linda en su animación, más adorable en su valiente nobleza, recobrándose con la seguridad que le infundía el latido igual de su corazón, en el prolongado abrazo.

Cayó de rodillas, estrechando aún su cintura. Aspiraba anhelante el peligroso aroma que pudo revelarla, buscaba con de voto labio los queridos pies que acaso la arriesgan de muerte...

Retrayéndose en evasiva suavidad, aludió ella con malicia un tanto forzada:

—Casi estornudo con el polvo de la cortina...

Y de pronto:

—Apenas tengo tiempo de llegar al taller. Mamá me buscará a las once.

Cuando la vió a su vez atravesar el patio desierto y trasponer el portal en el cándido lampo de un vuelo de paloma, Suárez Vallejo cayó sobre el diván, deshecho, vencido. El exceso de su emoción desbordaba, absurdo, hasta el llanto.


LXXV


Sólo faltaba ya por suerte una semana para el viaje al balneario. Adelita y su mamá partieron entonces con oportuna anticipación. Suárez Vallejo, formalmente invitado, obtuvo con facilidad su