timiento, miró la hora. Eran las doce y diez. El viento empapado aullaba en la obscuridad las asechanzas del espanto y de la desdicha.
Seis días estuvo sin ver a Luisa, aun cuando lo informaban sobre su estado la tía Marta y el doctor que llegó treinta horas después bajo el temporal deshecho.
—Episodio ingrato—habíase limitado éste a decirle, más cerrada que nunca su máscara fatal.
—Grave?... —atrevióse a balbucear el infeliz, con una timidez en que gemía toda su alma.
—Por ahora, no. Pero habrá que redoblar las precauciones. La alucinación de la otra noche—hum!—es un detalle que no me gusta...
Y replegándose más aun en su acecho, mientras seguía con los ojos las rachas empapadas del temporal:
—No le ha notado usted, que la ve más de continuo, alguna contrariedad?... —O algún amor. Una de esas inquietudes que los más íntimos suelen no advertir...
Un asombro mortal aterró a Suárez Vallejo:
—De modo que usted cree, doctor?...
—Sí... Quizá... Una grande emoción podría...
Entonces, ante el peligro de la bien amada, y puesto que todo debía sacrificarse a su defensa:
—Algún amor?... —dijo. Es posible.
Y con voz tan extraña que le pareció de otro, tuvo fuerza para añadir: