se ataviada como entonces en una antigua cámara de muros formidables. Absurda coquetería que la tornaba indiferente a las modas y atractivos de su edad.
Su deslumbramiento arrastraba al mismo amante en una especie de mística anulación.
Después de todo, por qué no iba a sanar? Por qué no la curaría aquel régimen adoptado con tanta fe por un médico tan sabio y adicto? Su médico desde la infancia... Cómo iba a equivocarse o fracasar así! Siendo ella, además, tan joven...
Y de pronto, sorprendíase incrédulo, despreciable de bajeza consigo mismo, temblándole en una lágrima, absurda quizá, la medrosa fragilidad de su engaño.
Disminuía el viento; y bajo la lluvia más pareja y nutrida, iba serenándose el mar con densa ondulación de arena. Habríase dicho que regeneraba su piel en blanquecina viscosidad de molusco.
Suárez Vallejo describíalo como única novedad a Luisa, quien no podía verlo desde el salón ni desde su alcoba, en aquellas conversaciones de la tarde que poco a poco adquirían sobrehumano embeleso.
La tibieza un tanto excesiva del salón, avivaba el perfume ambarino que las manos de la amada parecían prodigar en la pompa de su alhajas. El pacífico gris de la luz exterior cernía en el ámbito una tranquilidad de aislamiento tan inviolable, que acurrucaba los ecos en los rincones con blandura de sueño. Los cortinados pendían noblemente marchi-