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Página:El Angel de la Sombra.djvu/186

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LEOPOLDO LUGONES

¿Y a qué, entonces...

Suárez Vallejo sentía, a su vez, temblar en aquel hilo de dicha toda la angustia de su alma.

Vivir adorando ante su vida en peligro, hacerla feliz a costa de su propia ilusión, embriagarse, para embriagarla mejor, de esperanza y de olvido...

Una vez más la piadosa duda volvía. Por qué no?... Por qué no?

Pero no bien advertían la soledad, en los cortinajes lóbregos, en los muebles cerrados, en las mismas flores que aclaraban la penumbra con tardío frescor, estirábase como una pantera negra la pérfida voluptuosidad de la muerte.

Y eran, en la ocasión conseguida, los besos ávidos de beberla, que la amada desunía a veces, para atardarlos con mística pasión sobre aquellas sienes donde había encanecido por ella la tortura de los aciagos desvelos.

—Cuéntame el mar, mi amor, tú que puedes verlo. Cuéntame los colores del mar...

Lentamente iba obscureciendo la noche.

Una extraviada transparencia de charco demudábase en el espejo.

Encantaba la serenidad alguna quejumbre de retardada melodía.

De pronto, voltejeando en la sombra como una almita, despertaba la fragancia de un jazmín o un narciso.

y en la ya nocturna obscuridad que parecía profundizar la alfombra, retraían el último reflejo, con esplendor fugaz, las chinelas recamadas de lentejuelas de oro.