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Página:El Angel de la Sombra.djvu/189

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EL ANGEL DE LA SOMBRA


Retirándolas del manguito en que buscaban disimulo y no abrigo, tendióselas ella con desolada y suprema elegancia.

Entonces lo erizó de nuevo el espanto. Las sortijas habían desaparecido.

Desnudos en su ardorosa delgadez, los pobres dedos no podían ya retenerlas...

Sobre esas manos que empezaba así a despojar la muerte, derramáronse, joyas vivas, sus lágrimas.

—Qué quieres que haga, mi amor... Las pobres se me han enflaquecido tanto!...

Y tras un suspiro sonreído en la obscuridad:

—Ya no sirven más que para lloradas. Una noche de paradisíaca hermosura, entraba sin tinieblas, menos sombría que el mar.

Al ocaso, en el cielo de intensidad verde, abríase con amorosa palpitación el capullo del lucero.


XC


Todos habían precipitado el regreso ante la ya extrema gravedad de Luisa.

Casi no abandonaba el doctor la pequeña antecámara dispuesta como enfermería, para evitar a aquélla la exhibición de remeclios y aparatos.

Doña Irene y la tía Marta turnábanse en la alcoba, dejándola sólo por instantes, a indicación de Sandoval.

Con anomalía cruel mejoraba el tiempo. Un luminoso renacimiento estival glorificaba la plenitud de la vida. La calma era tan profuncla, que apenas se oía el rumor del mar.

Al anochecer del cuarto día, tras la celebración,