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LEOPOLDO LUGONES

Adelita y Tato que regresaban de la quinta, detuviéronse callados en la puerta.

Definía el puro canto la ausencia y la esperanza. No era sino el comentario eterno en que se desahoga la sencillez del corazón. Porque el genio, como todas las cosas supremas: el cielo, el amor, no varía. Realiza la eternidad y la perfección en la belleza de sí mismo. Y porque es siempre el mismo, es también cada vez más bello.

Llevaba el íntimo canto, a la bien amada, la sinceridad del dolor que reprocha su inclemencia al destino. ¿Y para qué lo iba a decir de otro modo que como lo dijeron todas las almas heridas, si de tanto decirla las bocas amantes y de tanto llorarla los queridos ojos, se volvió hermosura la congoja de amar?

Abríase en el breve canto la eternidad, como el fondo de la tarde en el vuelo del ave pasajera. Lográbase al doble conjuro de la inspiración genial y de la emoción que tan propiamente la reanimaba, aquella melodía que disuelve el silencio sin abolirlo, alcanzando la perfección de la música.

Y como en toda perfección hay un fondo de tristeza, en toda melodía perfecta hay algo nuestro que se despide. Y como en toda belleza triunfa la vida, en la hermosura lograda hay una esperanza que nos sonríe.

Amar, esperar, partir: ¿no es, acaso, toda la existencia?...

Mas, a despecho del propio desengaño y sobre la misma muerte, es el amor lo que triunfa en la belleza de su congoja inmortal:

Cuánto te quiero!... Cuánto te quiero!...