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LEOPOLDO LUGONES

—Son, de seguro, amigos que felicitan... Tienen razón. La verdad es que fué providencial la presencia de Suárez Vallejo.

El joven comprendió, al acto, la necesidad de eludir en cualquier forma su intolerable mérito.

—No era serenidad lo que aquí faltaba, repuso en alabanza de Luisa; pero con tal despego, que ésta palideció, cerrando los ojos como ante un golpe inevitable.

Doña Irene estrechóla con más viveza:

—Encanto de mi vida! Diga, Suárez, diga cómo la vió cuando se dió vuelta.

—Pero, mamá... —suplicó ella casi gimiendo.

—La verdad, afirmó el otro, falseando más la situación-la verdad es que recordaba a Nausicaa cuando apareció Ulises náufrago y huyeron las doncellas...

—Dónde es eso?... —preguntó vagamente don Tristán, a quien la cita había causado una mortificante impresión de ridiculez.

—En la Odisea, uno de esos poemas formidables que le gustan a la señorita, según afirma Tato...

Pero éste respondió esbozando tan sólo un vago ademán, mientras proseguía en voz baja su conversación con Adelita , cerca de la ventana.

Doña Irene miró a su vez con asombro a Suárez Vallejo. Luisa respondióle con naturalidad:

—Verá hasta dónde soy ignorante. No he leído la Odisea. Empecé la Ilíada, pero me aburrió y la dejé.

Había tanta inocencia valerosa en su mirada y