En la nocturna serenidad dió las once un reloj lejano.
Un divino soplo de amor palpitaba en la sombra inmensa.
La tía Marta hablaba con melancólica lentitud, como meditando:
—Mejor es así, pobre criatura! Tienes razón, Irene... Porque... aun cuando la necesidad lo imponga... ¡puede ser tan grave contrariar un afecto!...
—Y aunque no llegara a ese punto. Pero qué violencia tener que despedirlo con algún mal pretexto, o con un desaire, siendo tan caballero, tan culto, tan simpático... Y no habría remedio... Por eso era mejor hablar, prevenirse... Tristán, a pesar de su blandura, es en esto más intransigente que yo. Como todos los caracteres impresionables cuando se aferran a un principio. Ese joven...
—Pero yo no me refería a él. El hombre lucha, padece; pero anda, se distrae. El alma de toda mujer digna del amor, es siempre una tragedia desconocida. Porque hay un misterio que sólo el dolor enseña: muchos son los que pueden querernos, sernas fieles, darnos hogar, hijos, consideración, fortuna. El que puede revelarnos el amor es uno solo. Y con frecuencia, también, uno que pasa o que no llega...
—Y a qué viene, Marta?...
La otra continuó sin responder:
—Ese amor puede no ser placentero... Causarnos a veces la vergüenza... Quizá la muerte... Pero es la dicha! La dicha, que alcanzada aunque sea un instante, vale todo eso y encanta la vida